Capítulo III –Sangre-
Antes de los demonios, cuyo origen se perdió con la caída de Alkreos, o de la llegada de los necros, ya existían los vampiros en Riandor. Descendientes de un linaje poderoso que arrasó media galaxia, estos seres son los únicos que pueden demostrar su origen y las raíces ancestrales que les unen a este hogar.
En la vigésima dinastía, cuando la reina Ahl¨suan dirigía las huestes y el poder vampiro había menguado en Páparos debido a la resistencia de los hijos del hombre, apareció el Dios de los demonios y ambos, reina y dios, se aliaron contra los sinios. A cambio de su ayuda, Ahl¨suan pagó el precio convenido: los varones vampiros, de todas las edades y condiciones, debían serle entregados. Y así la reina pactó con su propia sangre y dolor, pero su raza cayó en declive y tan sólo sobrevivió un reducto de los suyos en los siglos venideros.
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Cuando Goroor, el destructor de dioses, llegó al Núcleo, encontró a los vampiros varones, muchos muertos en vida, deformados o destrozados por los crueles experimentos a los que habían sido sometidos. “¿Qué buscaba Alkreos?”, se preguntaba…
“Tiempo. Caprichosas partículas cuánticas recorriendo un espacio interdimensional…”
Vampiros y demonios encontraron objetivos comunes, razas que destruir, enemigos a los que esclavizar. Y con la llegada de los necros, aliados del Señor del Núcleo, sus fuerzas aumentaron poniendo en peligro todo el planeta, el sistema solar, la misma galaxia…Páparos.
Las fuerzas vampiras, sin embargo, habían sido reducidas, cierto, pero Goroor llegó a un acuerdo con la inmortal Ahl¨suan. Cuando llegaron los necros y pese a la destrucción del Rey Dios de los demonios, Goroor habló con la reina vampiro:
-Querida, necesito que sigas enviándome los varones de tu raza- susurró con crueldad- A cambio dotaré a tu gente con un regalo con el que tan sólo podéis soñar ahora.
Ahl¨suan quedó en silencio, mas al rato dijo, su voz quebrada por una inconmensurable furia:
-¿Qué poder es este que redimirá a mi pueblo de tan terrible sacrificio? Somos inmortales, aunque muramos en la batalla. No nos afectan enfermedades ni conocemos el miedo. Nuestro cuerpo está diseñado para ser una máquina de guerra que es temida en toda la galaxia… ¿Qué nos puedes ofrecer para justificar el dolor que sufre nuestro pueblo por la pérdida de nuestros hombres?
Se hizo el silencio. Tiempo.
-Comida, querida, mi regalo es comida- dijo Goroor, sonriente, cruel, sibilino…
Desde la caída de los sinios, cuya sangre fortalecía a los vampiros, ninguna raza saciaba su sed. Los ulupas, hijos oscuros de Riandor, tenían una sangre negra que les nutría, pero que no encontraban apetitosa y les dejaba una triste mueca de insatisfacción. Entre las innumerables bestias que poblaban este planeta pocas poseían una sangre compatible capaz de nutrirlos a largo plazo. Había vislumbrado –gracias a sus sobrenaturales dotes- un futuro en el que un nuevos enemigos, unos seres-máquina procedentes de otras estrellas, pocas veces tendrían alguna zona descubierta que les permitiera alimentarse, y aún así, su sangre estaría contaminada por un componente inorgánico debilitador. Sobrevivirían, pero los tiempos en que sus despensas estaban llenas, en los que cientos de cuerpos colgaban de los árboles rojos de Alduar, habían terminado y todo indicaba que no iban a volver.
La bella señora de los vampiros miró expectante la traviesa sonrisa del Señor del Núcleo, el desdén dibujado en sus poderosos rasgos“¿Sabía lo que ella pensaba? Ni siquiera la reina de los vampiros se atrevía a enfrentarse a este tenebroso señor”…
La dama de sangre se pasó la lengua por sus carnosos labios, su belleza enervaba a Goroor, que se acercó a ella y le susurró al oído: “Yo tengo lo que necesitas…”
Capítulo IV –Metal-
En la luna enana Placta, un ser caminaba por las ruinas de lo que antaño fue una mina de lictio, pero que tras agotarse había sido convertido en un vertedero. Se asomó a lo alto de una colina, y frente a él la enorme ciudad se hizo visible. A lo lejos, torrecillas de metal se retorcían, como miles de pequeñas hebras resplandecientes, refulgiendo en la distancia. Recordó el día en que su progenitor le explicó la historia de su pueblo, de cómo habían llegado en enormes naves desde el confín de la galaxia, buscando yacimientos que les permitieran sobrevivir.
Los geniïs son seres de carne y hueso, pero con el tiempo esta raza enfermó y su ADN mutó, nadie sabe cómo, hasta hacerlos tan débiles a la radicación que la más nimia exposición a la luz o a cualquier tipo de atmósfera podía matarlos o hacerlos enfermar gravemente.
Uno de sus líderes, comandante científico en su antiguo hogar de Eprathon, encontró una cura para este mal. Existía en su tierra natal un mineral, el lictio, que se integraba a nivel molecular con el tejido vivo de sus organismos, fortaleciéndolos y haciéndolos inmunes a las radiaciones.
Fue una cura masiva. Millones de geniïs, toda la raza, se inoculó este mineral en la sangre. Sin embargo, a largo plazo se demostró que la cura devino en parte en maldición, pues sus cuerpos se hicieron adictos y la única manera de contrarrestar algunos efectos permanentes que producía el lictio tan sólo se podía solventar cambiando órganos y partes del cuerpo moribundos por piezas y mecanismos realizados con el mismo material.
Y con el paso del tiempo, las reservas se agotaron y tuvieron que viajar a otras estrellas.
En todo esto pensaba el hombre que caminaba en dirección a las torres de la ciudad de Ephrar. Su brazo izquierdo era de metal reluciente, con sobresalientes piezas negras que portaban armas de gran calibre. La mitad de su cara y cráneo brillaban con intensidad a la luz de los soles gemelos.
Se paró en seco y de su espalda dos placas de metal empezaron a sobresalir, haciendo un ruido seco y cortante. Al cabo, comenzó a levitar y ascender, hasta elevarse en un cielo plateado preñado de tintes grises. Pronto debía dirigirse al Consejo. Su grupo de exploradores había descubierto yacimientos vírgenes en la superficie de Riandor, de una calidad del ochenta por ciento y en cantidades que mantendrían a su pueblo por cientos de años. Pero también pensaba en que allí abajo, en ese planeta desolado, habitaba una raza a la que odiaban y temían: los vampiros. Y sabía que en su lucha por extraer los preciados recursos de la superficie sólo quedaba una alternativa: enfrentarse a ellos y aniquilarlos, de una vez por todas.
“O ellos o nosotros”, pensó…
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